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Este libro se divide en seis capítulos y una conclusión, por lo tanto
pasaré a analizarlo capítulo por capítulo sacando ideas clave que el
autor quiere expresar.
CAPÍTULO I - ¿QUIÉN ES EL OTRO?
En este primer capítulo con el que abre el libro
pretende explicarnos mediante reflexiones y vivencias en África, que tan
“otro” es el indígena observado como el etnólogo que observa, desde el
punto de vista del indígena. También habla de que al carácter natural de
la cultura se le pueden plantear dos interrogantes, cómo es que lo
propio del individuo humano sea introducirse en una cultura que limita
su existencia singular. La otra pregunta que se le puede plantear es en
qué constituye lo específico de una cultura particular, teniendo en
cuenta que cualquiera que sea el lugar ocupado en la sociedad, todos los
pertenecientes a ella llevan, de un modo u otro, su marca. Dice que el
secreto de la alineación de lo social está en la inefable singularidad
de cada cultura. Cita a Castoriadis, pues escribió mucho sobre la
alineación de lo social. Con esto nos quiere decir que la cultura, en
definitiva, es el suplemento de lo social. Nadie te puede decir qué es
ser londinense o parisino. Pero también es cierto que no todas las
conductas observadas constituyen la realización de prácticas
determinadas por lo social. Se puede decir, pues, que la cultura es lo
que queda de una sociedad.
Hace hincapié en el papel que juega la
diferenciación social dentro de otra sociedad a estudiar, sociedad que
al principio nos puede parecer homogénea, pero que en realidad no actúa
de igual forma en todos los individuos, es decir, hay mucha diferencia
entre la vida de una esclava y la de un jefe de tribu. Y estos son
extremos, pero en otras sociedades, como en todas, hay clases sociales,
lo que conlleva a una obvia diferenciación social.
Hace muchas referencias a la brujería africana,
diciendo que incluso llegó a entenderla y razonarla, pero que se
constituye básicamente por elementos psíquicos.
Habla también de lo difícil que es para el etnólogo
hacer preguntas sin incidir en la respuesta con el enunciado, es decir,
que el etnólogo llega a plantear sus preguntas con conceptos fijados de
su propia cultura. Incluso (cita el ejemplo de los Alladian) se ha
encontrado con tribus en las que no existía las ideas (ya no el
concepto) de filosofía ni religión. Por eso el etnólogo tiene que saber
el sentido de sus palabras, salvando esa gran diferencia cultural. Aún
así, también se ha encontrado con lo contrario, un individuo culto de
una tribu que sí se ha planteado la reflexión sobre los ritos y
costumbres de su propia tribu, y esto se puede llamar autoetnología muy
básica. También es cierto que en otras tribus de América, África y
Oceanía se tenían concepciones propias del propio yo y del otro, pero en
un vocabulario prácticamente intraducible.
Reflexiona sobre la idea de que el individuo sólo
adquiere sentido mediante las relaciones que le rodean, es decir, que un
individuo no es nada sin lo social, al igual que lo social no puede
existir sin individuos. El individuo no es más que un conjunto de
relaciones presentes y pasadas. Cuando se refiere a pasadas se refiere a
la huella que han dejado en el individuo sus antepasados, ésta sería su
huella ancestral, huellas que en muchas tribus toman por reencarnación.
Las huellas ancestrales van desde lo más místico de los rituales
africanos a la ilusión que le hace a un padre occidental el hecho de que
su hijo nazca con su mismo color de ojos.
Una cosa que produce incertidumbre desde hace
muchos años a los filósofos africanos es su obsesión por el tema de la
identidad, la individualidad humana. Para ello está el ritual africano,
para encontrarla e identificarla. El cuerpo puede ser el mejor lugar y
el mejor medio para una fijación de este tipo. Entre las ofrendas que se
hacen a los dioses, están las de ofrecer ciertos órganos del cuerpo,
según la ofrenda que se quiera dar.
La cuestión de “los dioses” se insinúa que está
creada por auto concienciación, que son creados por el propio deseo del
individuo, y por su miedo a las preguntas que no tienen respuesta. Esto
se puede trasladar a cualquier sociedad donde exista una religión. En
algunas tribus africanas distinguen el yo de las circunstancias, entre
el destino y una línea cronológica, entre el se y el jete . Se dice que puede haber un dios por cada se
(dioses personales), por lo tanto lo que se está haciendo es crear un
dios, incluso lo hacen con una elaboración de un cuerpo de tierra
vagamente antropomórfico, y se acumulan en su interior elementos de los
tres reinos, como si se tratara de resumir en él la materia del mundo.
Sobre esta paradoja de crear al creador se pueden hacer dos
observaciones, que cada una de sus actualizaciones tiene su propia
fuerza, que la eficacia del dios tiene que ver con muchas circunstancias
(entre ellas el genio del sacerdote, incluso el tiempo atmosférico). La
segunda observación es que cada actualización singulariza una raza, no
un individuo particular, es decir, el dios se hereda.
Pero con todo esto, aún así, se demuestra que ni el
dios, ni el antepasado, ni el cuerpo autorizan otro tipo de definición
de la identidad individual. El hecho de que yo sea un otro lo supo antes
el África de los linajes que Rimbaud. Resumiendo, hay que ser
consciente de que esto es un juego, saber jugar y respetar las normas, y
saber vivir en sociedad, que podría definirse como la zona de consenso
impuesta por las reglas del juego.
El secreto del otro, si es que existe, residiría
más bien en la idea que ellos mismos se hacen del otro. Esto conlleva
muchos interrogantes, ¿qué es un país?, ¿cuál es el país de los otros?,
etc. Incluso es cierto el hecho de que nos sea más extraño un individuo
de nuestra sociedad que un indígena de una tribu africana. Por eso, para
captar un hecho social hay que captarlo globalmente.
También habla de la etnología invertida, se
esfuerza por descubrir si sus relaciones forman un sistema y por qué. El
objetivo de las entrevistas no consiste en comprender a los individuos,
sino sus relaciones tanto extrínsecas como intrínsecas.
La conclusión de este capítulo es que donde quieran
que se sitúen, así como las dos etnologías no forman más que una, el
otro individual y el otro cultural no forman más que uno.
CAPÍTULO II – LOS OTROS Y SUS SENTIDOS
La antropología trata del sentido que los humanos y
la colectividad le dan a su existencia, cuando hablamos de un sentido
social. Éste no se actualiza más que en enunciados particulares. Por eso
el etnólogo espera comportamientos globalmente conformes con los
simbolismos estudiados de una vida social característica. El sentido
social se define mediante dos relaciones. Todo individuo se relaciona
con diversas colectividades, en referencia a las cuales se define su
identidad. Pero todo individuo se defina también mediante relaciones
simbólicas e instituidas con un cierto número de otros individuos,
pertenecientes a múltiples colectividades. Entonces se puede decir que
el sentido social se ordena alrededor de dos ejes, uno de la identidad, y
otro de la relación o alteridad. Es esencial controlar y conjugar esta
doble polaridad. La pareja identidad/alteridad remite, por una parte, a
una doble oposición entre individuo y colectividad y, por otro lado, al
sí mismo y al otro, que corresponde en principio a la doble naturaleza
del acto ritual. He aquí otra vez la importancia de los actos rituales,
pues toda reflexión pasa por un estudio de su actividad ritual. Toda
actividad ritual surge por necesidades aferentes al sistema.
Se entra aquí en el debate ambivalencia/ambigüedad,
y calificar de ambivalente una situación implica postular que puede
haber juicios contrarios e igualmente pertinentes, pero la ambigüedad no
tiene el mismo estatus que la ambivalencia.
Después habla de la hipótesis relativista, diciendo
que en sus formulaciones más extremas, procede de la ambivalencia y no
de la ambigüedad. Cuestiona, por un lado, la capacidad para un
observador de captarlas y traducirlas totalmente, y por otra, la
existencia de un punto de vista superior que pudiera ordenar unas en
relación con otras. El etnólogo no niega la exactitud de las
descripciones de sus colegas, sino su carácter generalizable. La
intención de Augé no es la de criticar el relativismo, sino distinguir
su correspondiente concepción ambivalente de la cultura del tema de la
ambigüedad.
Adoptando, bien sea el punto de vista del
observador, bien el del observado, se correría el riesgo de ignorar
aquel en el que las huellas del primero y del segundo pueden presentarse
como algo homólogo. El lazo simbólico entre identidad y alteridad, cuya
necesidad expresan simultáneamente los más afinados ritos africanos en
un sentido, y en otro, le facilita a la mirada etnológica una materia
prima, pero constituye esa misma mirada.
Reflexiona después sobre si son iguales el sí mismo
y el otro, y argumenta que una afirmación como ésa no es ni verdadera
ni falsa, y es, a la vez, verdadera y falsa, porque se coloca bajo el
doble sentido de la ambivalencia y de la ambigüedad.
Habla de que lo que observamos a través de un
ritual es un interrogatorio del mundo, lo social, el ser individual y
relacional, cuya forma y fondo no nos son indiferentes, porque se
refieren a realidades que también son problemáticas ante nuestros ojos.
Si el rito es mediación, la costumbre marca la pertenencia a un grupo, y
la mediación ritual introduce ambivalencia en la ambigüedad y
viceversa.
Por lo tanto, en el campo de las posesiones, el
dios aparece tanto cayéndoseles encima como saliendo de las
profundidades de su cuerpo, y siempre aparece como un antepasado lejano,
fundador de la filiación en la que se inscriben, entonces, el otro
aparece a la inversa, como el modelo de sí mismo. Del iniciado poseído
se puede decir que es el sí mismo y el otro, o que no es ni lo uno ni lo
otro. Este lenguaje en el que se confunden la ambivalencia y la
ambigüedad expresa la perfección del acto ritual.
CAPÍTULO III – EL OTRO PRÓXIMO
En Europa se ha planteado desde hace tiempo la
posibilidad de hacer etnología en nuestro propio país, al igual que se
ha hecho en el del otro. Pero esto plantea algunas observaciones.
La primera, se relativiza la diferencia entre ese
sí mismo y ese otro. La segunda observación es que, si se utilizan de
modo absoluto, dichos términos (sí mismo y otro) no tienen más valor que
el relacional y el relativo, por ello parecen remitir a la posibilidad
de una doble etnología, una autoetnología. Este segundo punto implica
otros tres, en una primera aproximación, denominamos a Europa como el sí
mismo, y al resto como el otro. Lo segundo, es que no excluye la
posible existencia de una pluralidad de etnologías, entre sí mismo. Y el
tercer punto, hay muchas razones por las que sabemos que la etnología
entre los otros es difícil, ya que aumenta la alteridad entre el otro
observador y el otro observado. Esto se ve, por ejemplo, por los grandes
trabajos africanistas realizados por africanos.
La posibilidad de hacer una autoetnología es muy
deseable, incluso sería inquietante que fuera diferente, pero, sin duda,
es mucho mejor no estar implicado, lo que nos lleva a una cuestión de
método, porque el clásico no sirve, al decir que la etnología ha de ser
participante y distanciada.
Otro gran grupo de observaciones gira alrededor de
la noción de identidad, es decir, que la antigua idea del etnólogo es
aquel que va más allá de los mares a ver qué se encuentra, pero hoy día
hay tanta información que ese ímpetu se pierde. Por ello, el otro más
lejano no es, pues, tan diferente, en tanto que objeto de estudio, de
los otros más próximos. La noción de inconsciente indica que se pueden
captar los mecanismos más profundos con los que una sociedad se vuelve
comprensible y comparable, más allá de las particularidades locales. De
este otro en sí mismo también habló, sin referirse a la sociedad, Freud,
y su teoría del psicoanálisis, en la que aseguraba que existe una
fuerza interior en el ser humano (inconsciente: el otro) que le lleva a
tomar decisiones fuera de todo razonamiento.
Esto también puede llevar a lo contrario, una
inversión del psicoanálisis, diciendo que hay algo del sí mismo en el
otro. No hay nada del otro en el sí mismo que no se entronque con una
simple autorreflexión. Dicha alteridad es completamente empírica. Una
persona puede ser catalogada de cierta forma por pertenecer a cierta
comunidad. El problema llega cuando sucede el caso de que esa persona no
se sienta identificada con la comunidad a la que pertenece. Además de
que ni la residencia, ni la empresa, ni el estado constituyen mundo
cerrados.
Es imposible disociar la cultura en el sentido
individual y trivial del término de la cultura en sentido global, al
igual que tampoco puede disociarse los problemas de identidad de grupo
de los problemas de identidad individual.
Por eso insiste mucho en la noción de cultura y su
plasticidad, pues dentro de una misma sociedad hay polos tan opuestos
como diferencias entre una sociedad y otra. En nosotros incide la
cultura de nuestra sociedad, pero sin dejar de ser nosotros. Actualmente
ya no caemos en la tentación de considerar las sociedades que
estudiamos como conjuntos estables y sin historia. Ni la permanencia de
lo cultural ni la posibilidad de abstraer los fenómenos individuales se
pueden dar por descontado. En este punto toma como ejemplo los ritos de
inversión, donde un esclavo se hace pasar por rey o un intercambio de
sexos.
La cuestión de la identidad individual está
íntimamente ligada a los ritos que acompañan al nacimiento, pero también
a ritos de tipo más coyuntural, con ayuda de algún determinado
acontecimiento.
Es un hecho el que en los sistemas culturales más
totalitarios, en sentido intelectual (los que permiten explicar
cualquier tipo de acontecimiento interno), la imagen de la
individualidad absoluta es impensable, y por ello, provocadora. Aquí
pone el ejemplo de un rey africano que visualmente parecía un individuo
común, viéndolo todos envejecer, pero aún así, respetándolo como se
merece, como su rey. Considerar la cultura como un conjunto de textos
que dicen algo de algo es exponerse al riesgo de hacerla decir lo que
sea, especialmente perogrulladas.
Lo que, en opinión del autor, nos enseñan las
acusaciones de brujería (la actividad ritual en general) es que cada no
realiza simultáneamente el aprendizaje de lo general y lo particular, de
la esencia y de la existencia, del orden y del lugar que ocupa. La
persona concreta no se realiza más que en la dimensión social. Por lo
tanto, es cierto que una cultura es un diálogo creativo abierto y
cerrado, de nosotros mismos y los otros de diversas facciones. Es a
partir de situaciones particulares plenamente exploradas como se plantea
el problema de las conexiones o de las posibles generalizaciones.
El autor argumenta que la etnología hoy se trata
más de un deber que de una posibilidad. Intelectual y políticamente no
habría nada tan desastroso como una referencia vaga y perezosa a la
sociedad pluricultural. Un concepto tan complejo en la antropología que
se caería en grandes categorías descriptivas, que combinadas con
imágenes simbólicas nos llevarían a una gran confusión. Estas
constataciones muy generales no pretenden elaborar un programa ni
objetos de investigación, sino formular las razones que convierten dicha
elaboración en algo imperativo. Se puede decir, pues, que las
sociedades liberales les entregan a sus miembros las llaves en mano de
una libertad que apenas deja elegir sus cerraduras.
Por lo tanto, no es que los etnólogos, en cuanto
tales, tengan mucho más que aportar que preguntas en relación a todos
estos puntos, pero no hay que desdeñar esa aportación porque, por
experiencia del autor, tienen una idea de la manera en la que las
respuestas se elaboran, se proponen y se imponen.
CAPÍTULO IV – LA NORMA DE LOS OTROS Comienza
este capítulo reformulando la paradoja que funda la etnología, se le
pide que entienda la cultura de otros, pero siendo de una forma
participante y distanciada. El objeto de la etnología es la cultura,
como conjunto de valores específicos que implican comportamientos
específicos. La cultura, pues, define una singularidad colectiva.
Colectiva porque corresponde a un cierto número de hombres, y singular
porque también es lo que distingue a unos de otros. El problema está en
si se puede ratificar una concepción tan englobante y tan discriminadora
de la cultura a la vez.
Hacia el término de cultura hace tres observaciones
previas: el termino cultura designa un objeto real, la segunda versa
sobre la actualidad del debate, y es que en Europa está surgiendo una
parte de la población que se deleita con la antropología salvaje. La
tercera observación tiene que ver con una sensación de malestar del
autor, y es sobre la excisión de su país, y el debate que ello supone.
Quizás una cultura no se reduzca a la totalidad
semántica singular que con frecuencia ha querido ver la tradición
etnológica, y cómo no, no puede resolverse sin profundizar en la noción
de cultura. Toda cultura reconoce desviaciones y estigmatiza a quienes
se apartan de la norma. Este proceso de discriminación interna es
diferente del que rechaza hacia el exterior lejano aquellas prácticas
consideradas horribles.
Después habla de estas desviaciones comparándolas
metafóricamente con guerras de la historia, y dice que hay tres tipos de
desviantes, los que faltan a su palabra, los que no cumplen su papel de
protectores en relación a sus subordinados, y por último que son los
propios campesinos, cuando se rebelan, quienes no conocen las reglas de
la cortesía y que señores de sangre y capitanes de aventura se encargan
de reprimir, en este caso, y de conducir a una mejor toma de conciencia
de las reglas del juego. Esto lo explica también con anécdotas de un
pueblo africano, sobre los funerales. Los funerales no son el entierro,
sólo se celebran mucho más tarde, cuando todas las circunstancias de la
muerte han sido elucidadas. El momento del funeral es precisamente aquel
donde todo ha sido reconocido y las situaciones interpretativas no son,
ilimitadas. Todo puede ser considerado signo, que no deja lugar a error
o ignorancia, y para la cual la verdad no debe probarse, sino
encontrarse. En un universo así, de reconocimiento, nada puede ser
probado, pero sirve la acumulación de signos, esto lleva a una lógica
del signo.
Después hace alusiones sobre esto y las compara con
metáforas policiales de detección de pruebas, y habla sobre la
aparición de un nuevo género, el relato policiaco explícitamente
etnológico.
Consideradas globalmente, las culturas no están
hechas para dialogar, al menos por dos razones: si pudiesen hablar no lo
harían en la misma lengua, y que además no hablan, salvo en sentido
metafórico. Pero sucede que, en situaciones particulares individuos o
grupos hacen referencia más o menos explícitamente (o más o menos
conscientemente) a una totalidad de este tipo.
Los fenómenos de resistencia cultural destacan la
enorme plasticidad de las culturas. Uno de estos fenómenos es la
aculturización antagonista, que puede adoptar tres formas. Una es el
aislamiento defensivo, una supresión pura del contacto social, y una
supresión de los ítems culturales (boicot, embargo, etc). Otra es la
adopción de nuevos medios sin la de los fines que les corresponden en su
medio de origen, procesos que aparecen en situaciones de colonización.
La tercera forma es mediante la aculturación negativa disociativa, que
dirige la adopción de ítems culturales nuevos.
Vuelve después a hablar de los ritos de inversión,
esta inversión afecta esencialmente a dos tipos de relaciones, las
relaciones de autoridad y las relaciones sexuales (lo anteriormente
comentado del esclavo que se burla del rey y los intercambios sexuales).
Al respecto hace dos observaciones, una es referente a las
manifestaciones de inversión oficial, que tienen lugar en circunstancias
particulares. En segundo lugar, las inversiones de papel y sexo, que en
estas circunstancias, se parecen más a la perversión que a la inversión
de los papeles.
La posibilidad de la inversión-perversión
constituye un primer elemento de posible comparación entre las culturas.
La inversión-perversión oficial implica un cierto número de
transgresiones en relación a las normas habituales. Nombra aquí multitud
de casos de incesto en África.
El rey es individual por exceso, al igual que el brujo, se podrían definir como
Anormales. Se presiente de este modo que el juego
sobre la norma y la desviación, en el interior de culturas que se
consideran ellas mismas como totalidades cerradas, tendría todas las
posibilidades de definir in totalitarismo intelectual que constituye la
tentación de todo poder.
La mejor manera de respetar una cultura
contemporánea es dialogar con ella, metafóricamente o no, no renunciar a
la afirmación de valores que se consideren universales en nombre de un
respeto a las culturas que se emparentaría con una forma de apartheid
cultural.
Finalmente, hay que ser consciente de dos límites
esenciales: si no es posible pensar en el individuo sin la relación, es
decir, sin lo social, no es menos imposible pensar lo social sin ese
mínimo de autoridad institucional que lo convierte en algo
autogestionable. Pero esto debe efectuarse en los dos sentidos, para que
estas definiciones de la norma no manifiesten lo arbitrario. Todas las
culturas pueden ser apreciadas bajo este ana: no existe la inmunidad
cultural.
CAPÍTULO V – CONOCIMIENTO Y RECONOCIMIENTO: SENTIDO Y FIN DE LA ANTROPOLOGÍA
Empieza hablando de que el tema de la utilidad del
conocimiento, propuesto a un antropólogo social, es doblemente perverso.
Su principal perversidad se manifiesta en algunas parejas de
oposiciones del tipo ciencias duras/ciencias blandas, ciencias de
naturaleza/ciencias sociales, tienden a sugerir paradójicamente que las
ciencias sociales sólo escapan a la inexactitud si son aplicadas. Dice
que si el conocimiento antropológico tiene un sentido y un objetivo,
éstos no se reducen a lo que otros métodos científicos un otros
imperativos no científicos desearían.
Después comenta que por útil que pueda ser la
aplicación de la mirada antropológica a ciertos problemas
contemporáneos, la utilidad global del conocimiento antropológico no
puede reducirse a la posibilidad de su colaboración episódica con otras
disciplinas en vista a resolver o plantear mejor estos problemas. Puesto
que el hombre, cuya existencia como sujeto y como objeto, a la vez
presupone todo acto de conocimiento, es un hombre plural.
Comenta que la antropología, calificada a veces
bajo este aspecto cognitivo, estudia los procedimientos por los que
algunas sociedades humanas han pretendido dominar el mundo, intelectual y
prácticamente. Conocer significa tomar al mismo tiempo la medida de
cierto número de riesgos de orden intelectual y práctico que le son
inherentes y que la antropología tiene el mérito de identificar. La
ideología del reconocimiento, pues, a través de sus múltiples puntos de
referencia espaciales y temporales, procede de una experiencia y
constituye un saber. Pero este saber no tiene sentido más que en el
interior de las fronteras en las que está encerrado, en el interior de
lo que el autor propone denominar un universo de reconocimiento. En los
universos del reconocimiento se habla de buena gana el lenguaje del
relativismo. Las expresiones convenidas del relativismo ordinario (sobre
gustos no hay nada escrito, a cada uno su verdad, etc.) representan
todo lo contrario a una ideal de tolerancia, excluyen a los otros e
impiden la discusión. Por lo que se refiere al relativismo cotidiano, el
autor añade que es esencialmente defensivo y que corresponde a la
negativa de reconocerse en el otro, por lo que atenta contra el
sentimiento de seguridad de la identidad.
En relación a la práctica ritual, Augé opina que la
práctica profética es, por definición, desequilibrada. Quienes se
dirigen a los profetas, excluidos del poblado o ciudad, tienen
dificultades para situarse en el eje de la identidad: lo que se
cuestiona es su pertenencia al mismo. El autor se pregunta de qué
naturaleza son los profetas, pero es consciente de que para poder
responder a esas preguntas es necesario, en primer lugar, tener en
cuenta tanto las que le hacen al antropólogo los propios profetas como
quienes, siendo médicos o sin serlo, han oído hablar de ellos. Termina
con este tema diciendo que la antropología nos descubre la imposibilidad
de la relación entre los profetas y la autoridad, pues la metodología
del profeta es aferrarse al miedo y la necesidad de quien requiere de su
ayuda. Toda idea de colaboración entre médicos y profetas-curanderos es
ilusoria, a pesar de experiencias pasadas y presentes, puesto que sólo
puede nacer de un malentendido fundamental.
Continúa añadiendo que los conocimientos que
elabora la antropología pueden apreciarse desde dos puntos de vista: en
relación a la lógica interna de los sistemas que capta y en relación al
conocimiento que de estos sistemas tienen o creer en aquellas personas
que no tienen un conocimiento antropológico.
Termina el capítulo diciendo que al precio de un
saber crítico, el conocimiento antropológico puede mantenerse como
conocimiento, y rehusar confundir las ideologías y los saberes, sin por
ellos proclamar la muerte de las primeras ni la inutilidad de los
segundos.
CAPÍTULO VI – LA CONQUISTA DEL ESPACIO
Comienza el capítulo diciendo que hace algunos años
excelentes obras colectivas pusieron de relieve, por un lado, el
movimiento mediante el que la etnología francesa se había liberado de
los estudios folkloristas y, por otro, se había desembarazado de las
zonas rurales y campesinas en las que se había acantonado en un
principio. Todo esto le lleva otra vez a preguntarse qué es el otro,
sabiendo que esta pregunta se ha efectuado en muchos momentos a lo largo
de la historia. De todas formas, el autor se refiere a que esta nueva
actualización de la investigación etnográfica tomaba todo su sentido por
oposición a autores folkloristas, pues su visión indiferente de la
sociedad había privilegiado el estudio de temas tradicionales, cuya
circulación examinaban o cuya desaparición constataban sin interesarse
por su anclaje sociológico, por las totalidades localizadas que deberían
convertirse en objeto específico de la etnografía. El autor piensa que
esta antropología moderna se sitúa desde dos perspectivas distintas, en
función de la escala de representación que se tome. Las otras corrientes
de investigación, dice, corresponden al método “localizado”. Aún así,
el autor no intenta volver a trazar la historia al término de que la
etnología de lo cercano, inspirada por modelos de la etnología de lo
lejano, ha conquistado sus territorios, dominado su espacio y colocado
sus pies en la Tierra.
Dice que en general, con lo social pasa lo mismo
que con los lugares, sólo desaparecen para recomponerse, y que son más
bien las relaciones entre espacio y alteridad las que deben tratarse hoy
día para ver algunas contradicciones de la modernidad. Piensa que no es
que los etnólogos no tengan buenas razones para interesarse por las
relaciones entre la cultura, la sociedad y el individuo, ni que se
equivoquen al analizar aquello que se transparenta de aquellas
relaciones en el espacio que han ocupado, construido y simbolizado
después las poblaciones que estudian.
Habla después de la lógica segmentaria, un sistema
de solidaridades y oposiciones relativas, que dirigen a la vez la
organización social y la distribución del espacio. Dice que puesto que
la alteridad que asumen a su cargo los sistemas rituales es múltiple,
hay, evidentemente, alteridad compleja, alteridad del extranjero, al que
se le atribuyen, según las necesidades, todas las taras cuya presencia
en el propio país se le niega: es hacia ese extranjero de más allá de
las fronteras hacia donde el autor cree que se han proyectado
eventualmente los fantasmas de la ferocidad, del canibalismo, dela
inhumanidad.
Habla de que existe una alteridad íntima, porque
atraviesa a la persona de cada individuo, pasando después a hablar de la
sobremodernidad, que aparece cuando la historia deviene actualidad, el
espacio imagen y el individuo mirada. Por oposición a una posmodernidad
concebida como la suma arbitraria de rasgos aleatorios, la
sobremodernidad procedería de tres figuras del exceso: el exceso de
tiempo (si nos parece que la historia no tiene sentido, es porque se
acelera y porque se acerca), el segundo es el exceso de espacio (tiene
que ver con el “estrechamiento del planeta”, la sensación de que lo que
ocurre en el otro extremo de la Tierra nos concierne inmediatamente) y
por último un exceso de individualismo (por el mundo mediático, un
individuo es un testigo, cada uno tiene la exclusiva mirada de aquel que
le habla desde la televisión). Estas tres figuras de la modernidad son
particularmente legibles en los no-lugares. En ellos el autor afirma que
la historia se reduce a la información.
Comenta que la experiencia del no-lugar está ligada
igualmente a fenómenos contemporáneos de gran alcance, que afectan a
una parte importante de la humanidad y que no poseen la aureola de
prestigio de la libre iniciativa individual. Por esto, el autor dice que
no es extraño que hoy día nos cueste trabajo pensar en el espacia y la
alteridad. El autor muestra preocupación por la marcha del mundo, de las
empresas que se hacen más poderosas que ciertos estados, de los
nacionalismos, etc.
Por último, termina el capítulo diciendo que la
categoría del otro se ha enturbiado. Esto no significa que el
chovinismo, el racismo o el espíritu de clase haya desparecido. Incluso
sugiere que todos ellos conocen expresiones particularmente exacerbadas
gracias al enturbiamiento de los signos, y concluye diciendo que a falta
de pensar en el otro, se construye al extranjero.
CONCLUSIÓN – CAMBIO DE MUNDO, CAMBIO DE OBJETO
En la conclusión empieza con alusiones a sus viajes
en Costa de Marfil y en Togo, de los sistemas de representación a los
que se referían los especialistas para interpretar los acontecimientos,
es decir, tales estudios no son tan diferentes entre sí, desde el
momento en que el mundo de las sociedades de linajes y el mundo
industrial cambian simultáneamente y están sometidos a una misma crisis.
Dice que el mundo de las sociedades de linaje y el mundo industrial no
son sólo contemporáneos, sino que pertenecen a una misma modernidad.
Aquí vuelve a hablar de los profetas, que es un fenómeno muy común desde
principios del siglo XX.
Comenta que constituir los enunciados y las
actividades en objetos de análisis de pleno derecho puede abrir una
perspectiva en la cual las distinciones institucionales ya no están en
primer plano. A lo largo de sus trabajos africanistas, propone la noción
de “itinerario terapéutico”. Esta noción la aplica a los trayectos de
pacientes africanos que recurren alternativamente a diferentes
curanderos o profetas, pero también a los hospitales y a la medicina
biológica. Estas dos consideraciones el autor las aplica ejemplarmente a
la sociedad industrial moderna.
Después comenta la dificultad de la
presencia-ausencia de la realidad individual en el análisis
antropológico, y que reaparece en el pensamiento de los antropólogos
como el síntoma de una inquietud sin respuesta, de una pregunta mal
enunciada ¿de quién hablan los antropólogos cuando hablan de aquellos de
quienes hablan?
Dice que hoy día nos encontramos en la época de una
antropología muy generalizada, sin exotismo, una antropología en la que
el estudio de lo social ya no puede hacer abstracción de la realidad
ideológica del individuo. Según esto, se puede apreciar que en el
horizonte de la investigación antropológica se dibuja la posibilidad de
una antropología sin exotismo. El autor afirma que el exotismo
desaparece hoy en día por los efectos espaciales e ideológicos
generalizados que el autor ha asociado a la noción de sobremodernidad.
Augé concluye la obra diciendo que la muerte del exotismo abre un campo
de exploración para la antropología, llamada más que nunca a reflexionar
sobre las categorías renovadas del espacio y de la alteridad.
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